Si de algo podemos estar orgullosos en México, es de las bondades del maíz. Pocos alimentos son tan aprovechados de principio a fin, de manera que plantas, animales y humanos se benefician de esta herencia ancestral.
Uno de sus regalos es el tamal. Este platillo, en sus cientos de variedades, abarca desde el norte de la República hasta Sudamérica, en todas formas, rellenos, masas y envolturas.
Y aunque diverso, el tamal no se permite existir con cualquiera. La técnica, la sazón y, sobre todo, la paciencia para hacerlo, solo yace en unas cuantas personas. Muchos intentan, pero no todos lo logran.
Bajo el techo de una cocina que empieza a envolverse en el vapor del maíz con cal en ebullición, doña Lorenza Baltazar inicia su activa mañana, como todos los días desde hace 22 años.
“Mi mamá empezó a vender tamales cuando mi abuela le enseñó a hacerlos, y después, ella nos enseñó a mis hermanas y a mí. Vendíamos en la central de camiones de Toluca, pero después quitaron los puestos de ahí y ya mejor nos dedicamos a vender por aquí”, cuenta doña Lorenza, mientras mueve la cazuela del nixtamal.
Ella y su esposo, Reynaldo Reyes, viven en San Pedro Cholula, Ocoyoacac, municipio en el que por tradición se hacen los tamales de hoyo, ollita o cazuela. Se les conoce así porque al tamal se le moldea de tal manera que pueda ser rellenado de salsas o moles y carne o pollo; una versión totalmente diferente a los tamales cernidos, típicos del centro de México.
Pero para llegar a dicho manjar, se debe pasar por un largo proceso de 4 horas. Mientras el maíz hierve, doña Lorenza prepara las salsas verde y roja y la carne de cerdo que sirve de relleno, por otro lado, en el patio de la casa, don Reynaldo pone a remojar las hojas de maíz que luego envolverán a los tamales. En ocasiones, él ayuda a su esposa en la preparación, todo depende de si tiene alguna obra que construir, pues también es maestro albañil.
Lo que sí hace sin falta, de lunes a sábado, a partir de las seis de la tarde, es salir a ranchear, es decir, a ofrecer los tamales en su triciclo amarillo. “Voy vendiendo en las calles, recorro varios lugares, y como gracias a Dios ya tengo mis clientes, termino como a las ocho u ocho y media”.
Fue el primer hombre de la zona en hacerlo, y aunque su esposa no quería porque es un oficio que hasta hace no mucho era solo de mujeres, al no tener trabajo, decidió entrarle al negocio. Don Reynaldo cuenta que prefiere ranchear, porque de tener un puesto fijo, siente que sería más difícil competir con los demás tamaleros de la zona.
Tras hora y media, el maíz está listo y es momento de que se enjuague para quitar una pequeña fibra que solo se deja si se quieren tortillas de mano. Al no ser el caso, don Reynaldo enjuaga unas cuatro veces su porción de maíz, la escurre, y después la lleva al molino que se encuentra a dos cuadras de su casa, para que la trituren.
Una masa blanca llega de regreso a casa de los Reyes Baltazar, donde doña Lorenza la espera en su cocina junto con las dos salsas y los trozos de carne de cerdo. Todo listo para que dé inicio la alquimia del tamal.
Con las manos, la señora hace una bolita de masa para después girarla con la derecha, mientras el índice de la izquierda va formando un hueco grande que después será rellenado. Doña Lorenza platica que le costó trabajo cuando su mamá le enseñó, “tardé unos meses en dominar la técnica, al principio me dolía la mano y el brazo. Mi abuela me decía que apretaba mucho el cuerpo y debía aflojarlo más”, recuerda con risas, en lo que, con una habilidad resultante de más de dos décadas, envuelve no una, ni dos, sino hasta tres o cuatro hojas de maíz sobre el tamal, de tal forma que quede bien protegido por todos lados.
Pronto junta dos decenas de tamales, apenas una tercera parte de los que hace diariamente, listos para ser cocidos al vapor por una hora y media.
El tiempo y el antojo nunca han sido buenos aliados, y menos cuando los estímulos olfativos y de vista invaden a quien sea que visite la cocina de los Reyes Baltazar. Hora y media después, la espera ha terminado y con el primer bocado, se confirma que esta valió la pena: salsa que pica, pero pica rico, masa cocida pero no batida, la carne en su punto.
Poco dura el tamal completo sobre la mesa, y uno podría decir “tanto tiempo para que en unas cuantas cucharadas termine todo”. Pero en vez de llegar al lamento, es mejor celebrar que cada tamal es eco de las tradiciones ancestrales, las festividades, las reuniones familiares y los días de mercado.
Como un libro que se deshoja al leer, cada hoja revela algo más: la calidez del hogar, la paciencia de quien amasa y la esperanza de quien cocina para alimentar el cuerpo y el alma.