Los cientos de puestos ambulantes y juegos mecánicos de la feria, adornados con letreros que demuestran la creatividad mexicana, están instalados a lo largo de la avenida José María Castorena, una de las principales de la alcaldía Cuajimalpa. El ambiente está perfumado con olores de humo artificial y marihuana, mientras que decenas de canciones de reggaetón, unas más sucias que otras, salen de las bocinas de las atracciones a decibeles que hacen retumbar los vidrios de casas y negocios cercanos.
Es de noche y una larga fila de gente se mueve lentamente en medio de la avenida para ver a qué juego se subirán, o en qué puesto comprarán. La variedad de atracciones es extensa. Carruseles, ruedas de la fortuna de diferentes tamaños, remolinos donde los encargados danzan sobre las tarimas para atraer clientes… Hay desde los juegos más inofensivos, como carruseles de caballos, hasta los más extremos, como el Power Surge, al que Brayan se subirá.
“Vengo de Chimalhuacán a visitar a mi familia”, comenta el joven de 17 años que ha estado formado con uno de sus primos por 20 minutos. Por 70 pesos probará la intensidad de aquel rehilete de seis brazos, en los que la gente se sienta con las piernas suspendidas al aire para girar en todas direcciones. Después de su hazaña, Brayan baja encantado y piensa en formarse nuevamente.
Y para llegar a este punto de algarabía popular, se requiere de una ardua organización por parte de los ferieros y la alcaldía. Los trámites inician desde días antes, cuando la gente de la feria se reúne con las autoridades para repartir los lugares de los juegos y los puestos. Después del papeleo y burocracia, decenas de ferieros en camiones, tráilers y camionetas se forman desde la carretera México-Toluca para entrar a la avenida sede y empezar a armar sus puestos o juegos, lo que les lleva de 2 a 4 horas, dependiendo de las dimensiones de sus bienes y de la cantidad de personas que lo hagan.
Trabajar en la feria no es algo sencillo, ni improvisado. Muy pocos son los que han emprendido en esta industria sin experiencia previa, porque generalmente es un oficio que viene de herencia.
Rogelio, Martín y Bernardo son la tercera generación de ferieros de su familia. Su abuelo, Bernardo, inició con el negocio en los años 50, cuando los juegos aún eran de madera, de funcionamiento manual y transportados en mulas de un pueblo a otro con muchos días de anticipación. Poco a poco su negocio fue creciendo y viendo la evolución de la industria, de tal manera que llegaron a tener más de 20 atracciones, los animales de carga fueron reemplazados por trailers y los juegos ya funcionaban con electricidad.
Los tres hermanos trabajaron desde pequeños con su abuelo y su papá, ya fuera cobrando, armando o desarmando, por lo que para Rogelio, de 59 años, “la feria ya no es diversión, sino algo normal, como trabajo”, y a pesar de las largas jornadas y la incomodidad de andar en la calle, siempre volvían a su casa, ubicada en Ocoyoacac, Estado de México. “Nosotros nunca nos quedamos en la feria, mi abuelito nos acostumbró a regresar, estuviéramos donde estuviéramos, pero sí hay gente que vive en remolques, casas de campaña, tráilers o incluso en los mismos juegos”.
Tal es el caso de Andrés García, de 32 años. Su Suburban blanca, de finales del siglo pasado, se encuentra estacionada detrás de sus juegos infantiles. Dentro y sobre de ella hay bolsas de ropa, restos de comida, envases, y dos niños descansan en lo que tiempo atrás fueron los asientos. Ellos son los hijos de Andrés, quienes como él, han crecido en la feria. “Nos quedamos a dormir, porque hay que estar temprano aquí laborando”, menciona el oriundo de Naucalpan. Cuenta que por las noches, en la parte posterior de la camioneta, su esposa y él acomodan dos colchonetas a modo de recámara; los remolques donde guardan herramienta y cables, le hacen de cocina, y además se bañan “en las plantas de luz o también en los remolques, y para ir al baño, pagamos unos 5 pesos en los públicos o negocios”.
Y entre los ferieros hay lugar para todos: adultos mayores, mujeres, niños e incluso, personas con discapacidad. Juan, es un joven sordomudo de Oaxaca, y cobra en los carritos infantiles propiedad de la señora María del Pilar. En ellos hay una pequeña lona que indica el precio y pide paciencia a los clientes al momento del cobro, pues muchos, si no es que todos, desconocen que Juan no habla ni oye. “Se comunica como puede, y con el teléfono usa emojis. Cuando no entiende a los clientes, viene por mí para que hable con ellos”, cuenta María del Pilar, mientras checa que todo marche bien en su carrusel de caballos, cerca de donde está Juan.
La feria no solo se trata de la adrenalina de los juegos, sino también de la cata de manjares callejeros, y el pan es, por excelencia, lo típico de estas fiestas. Por 35 años, el puesto de Salomé ha visto pasar a miles de personas en distintas plazas de México, mientras exhibe al día unas 50 piezas de pan de nuez, queso y nata, así como cocoles y empanadas.
Además, la feria es un excelente lugar para poner a prueba la destreza. Noemí, que creció entre los juegos de su papá, lleva 15 años de su vida con un puesto de canicas. En cuatro horas, arma su negocio del que cuelgan hileras e hileras de juguetes de todo tipo, ella calcula que son unos mil. Mientras platica acerca de lo mucho que le gusta su puesto y agradece porque nunca le han robado, una familia llega y le pregunta cuál es la mecánica, “avientan las canicas, se les hace su numeración y escogen su premio”, le responde. El hijo de la pareja tira de una a una las canicas y su puntaje le alcanza para un juego de herramienta de juguete. Un producto menos que recoger para Noemí.
Y aunque nada volverá a ser como en los gloriosos 70, cuando los bailes atraían a multitudes y los juegos no paraban desde la mañana hasta la madrugada, pues las fiestas patronales eran de las pocas distracciones en rancherías y poblados de aquel México en pleno desarrollo, los ferieros tienen la esperanza que su negocio seguirá de pie, aun con las altas cuotas impuestas por delegaciones y ayuntamientos, aún con la inseguridad que aqueja al país, y aún con la cada vez más difícil capacidad de asombro de la gente.
Es la 1 de la mañana del lunes, la feria de Cuajimalpa ve su fin con los ferieros levantando, guardando y azotando fierros, tarimas, lonas y palos. Es hora de recoger pues a las 6 no deberá quedar rastro de lo que pasó por cuatro días. Todo regresará a la normalidad en la avenida José María Castorena, y los juegos y puestos invadirán algún otro lugar, llevando felicidad a la gente, como dicen los ferieros, y prolongando una de las tradiciones más significativas del país.