Por años, a Toluca se le ha llamado “La Bella”, y aunque muchos nativos usen este sobrenombre sarcásticamente -porque, vamos, de un tiempo a acá, la inseguridad y el descuido de sus calles han hecho de las suyas- lo cierto que es la capital mexiquense aún conserva estos aires provincianos que ni la cercanía con la Ciudad de México ha logrado esparcir.
Pero Toluca es más que su catedral, Los Portales o el chorizo. Esta ciudad tiene una tradición que data de 1630, cuando el alfeñique se elaboró por primera vez en casa de Francisco de la Rosa, con el respectivo permiso de la Corona Española.
Azúcar glass, clara de huevo, colorante, limón y chautle -una especie de cactus, que debido a su escasez es reemplazado por grenetina y celulosa- son los ingredientes para preparar la masa dulce -herencia que nos dejaron los españoles, que a la vez, recibieron de los árabes- que con el toque creativo de cada persona puede tomar forma de gallinas, calaveras o borregos, estos últimos tradicionales en “La Bella”.
De mesitas fuera de las casas en el centro de Toluca a una feria cultural, la venta de alfeñique ha ido evolucionando en los últimos 80 años. La época de día de muertos es la temporada alta de este producto, debido a que se coloca en las ofrendas para después consumirse.
“Era el dulce que nuestros abuelitos comían, y es justo la generación que sigue viniendo a comprar borreguitos en esta época”, comenta Araceli López Fernández, comerciante toluqueña de 36 años, mismos que lleva involucrada en este arte gracias a su abuelita Victoria, quien al llegar de Guadalajara, optó por comerciar alfeñique cuando conoció a varios artesanos que le enseñaron a hacerlo.
Dentro de una pequeña cocina llena de luz es donde ocurre la magia de la pasta de azúcar. Tal como su abuela le enseñó, Araceli usa sus manos como principal instrumento de trabajo. Bate, amasa, aplana, corrige y esparce con tanta soltura que lo hace parecer fácil. Tiene cuidado de no dejar sus huellas en las piezas, por lo que con ligeros toques le da forma a un corderito sobre un molde de barro.
Dentro del taller de Corazón de Alfeñique, la tienda de Araceli, los olores, las vistas y hasta las pisadas son dulces. El arte que ella, junto con cuatro colaboradores más, realiza, queda plasmado en calaveras de diferentes tamaños, unas coloridas tumbas de las que pende un hilo, que al jalarlo, muestran un esqueleto, unas mulitas que reposan en las repisas del lugar, y un corazón como de unos 40 centímetros, perfectamente decorado con distintas texturas y colores, que al frente tiene escrito “VICTORIA, TE LLEVO EN MI CORAZÓN”, en honor a la matriarca de las Fernández, y que sin dudarlo, la también abogada elige como su pieza preferida.
A decir verdad, el panorama del alfeñique no es tan dulce como sabe, ya que ha ido perdiendo adeptos con los años. “Los jóvenes no tienen ni idea de cómo es, porque luego nos visitan y preguntan si las calaveras de chocolate son el alfeñique, o lo ven y piensan que no es un dulce.”, comenta Araceli, mientras, a tientas, mide la humedad de la pasta que prepara para ver si le pone más azúcar.
Ante la situación, Araceli ha decidido no quedarse quieta. Su abuela y los demás artesanos lucharon por que se le diera el valor justo a su arte, de tal manera que la Feria del Alfeñique actualmente tiene identidad propia durante todo un mes en Los Portales toluqueños, ahora ella se ocupa en difundir la existencia del dulce.
¿Pero cómo mantener viva una tradición que hasta hace poco era solo de calaveras y corderos? Innovando en diseños, como Judas, mulas, michiveritas y lomiveritas -calaveritas para las mascotas-; añadiendo sabores y texturas, intercambiando técnicas con dulceros de otros países, dando talleres y conferencias, e incluso trabajando todo el año -no solo en época de día de muertos- tal como con Corazón de Alfeñique, la primera tienda de su tipo en la ciudad, porque antes “si los turistas venían en una fecha que no fuera octubre, ya no conocían el alfeñique.”
Una vida dedicada a la muerte en dulce. Así ha sido el ejemplo que Araceli ha recibido con gusto de su abuela Victoria, quien literalmente le dedicó hasta el último suspiro a su más grande pasión, luego de fallecer por un derrame cerebral en su puesto de la Feria del Alfeñique, en 2015. Un interés desinteresado por conservar tradiciones que, inmersas en un mundo caótico que ya solo se ocupa en desechar lo apenas adquirido, desaparecerían a la menor provocación.